Moros y cristianos en Brasil para evangelizar.

JOSÉ M. RAMBLA PIRENÓPOLIS (BRASIL) Ocho mil kilómetros separan Alcoi, Cocentaina, Elda, Villena Bocairent o Petrer de la localidad brasileña de Pirenópolis. Sin embargo, una vez al año se puede respirar por sus empedradas calles un espíritu que al valenciano le resulta familiar: Son sus «Cavalhadas», una de las fiestas de «Mouros e cristãos» más peculiares que perviven en Brasil desde que fueron introducidos por los jesuitas, no para conmemorar la llamada «reconquista», sino para implantar el catolicismo entre los indígenas y los esclavos africanos. En Pirenópolis, el sacerdote Manuel Amâncio da Luz fue el encargado de implantar la fiesta allá por 1826.

La ciudad celebra sus Cavalhadas coincidiendo con la Festa do Divino Espiritu Santo, cincuenta días después de Semana Santa. Los actos principales tienen lugar en el Campo das Cavalhadas, un recinto similar a un campo de fútbol, en cuya zona oeste se levanta un torreón moro, frente al cual se sitúa el cristiano.

Alrededor del campo, decenas de cadafales hechos con madera, telas y hojas de palmera, llamados aquí «camarotes», son alquilados por la flor y nata de la sociedad pirenopolitana. El pueblo llano deberá contentarse con un buen puesto en las abarrotadas gradas, si es posible con algo de sombra.

Con todo, varios días antes ya habrán empezado los preparativos para los doce jinetes que, evocando a los Doce Pares de Francia, integran cada bando: el rey, el embajador y diez caballeros. En esos días, cada bando se reúne de madrugada para ensayar, sin poder coincidir con el contrario durante su trayecto. Siguen en ese encuentro una rigurosa jerarquía que afecta también a la organización del colectivo: el embajador no podrá ser designado rey hasta que no muera o renuncie el que detenta ese cargo, y solo entonces un caballero podrá ascender a embajador, permitiendo la entrada de un nuevo aspirante.

Pero será el Domingo do Espíritu, cuando «mouros» y «cristãos» se encuentren en el recinto oficial, tras un preámbulo ecléctico y colorista en el que participan desde abanderados a niños ataviados con plumas indígenas, desde muchachas con perfecto uniforme de vaqueras a bucólicas pastorcillas.

Sin embargo, la hora de verdad llegará cuando moros y cristianos, los primeros de rojo y los segundos de azul, tras escarceos y parlamentos, inicien las hostilidades.

Con lanza, espada y pistola

Una larga batalla de armoniosas coreografías ecuestres, en las que los jinetes, solos o en grupo, alternarán para la lucha la lanza, la espada y la pistola. Desde las gradas, un locutor será el encargado de poner voz a la historia e incluso los diálogos que se desarrollan en el campo de batalla. Serán horas de combates que, sin embargo, se verán interrumpidos por otros peculiares jinetes: Os Mascarados. Ocultos por las máscaras —la más tradicional es la de buey— representan al pueblo frente al elitismo de los caballeros. Con ellos llega el carnaval, la ironía y la crítica: si para un español resulta chocante ver en las gradas pancartas de agradecimiento hacia el gobernador y su esposa, los enmascarados pondrán el contrapunto denunciando, por ejemplo, los recortes en educación o la corrupción.

Bautismo de los musulmanes

En cualquier caso, estas celebraciones aún se prolongarán dos días más. En la segunda jornada, tras la rendición de las huestes musulmanes, tendrá lugar su ejemplarizante bautismo que originariamente debía marcar el camino para indígenas y esclavos. Unidos así por el catolicismo, todos los caballeros podrán confraternizar durante el tercer día, en una jornada dedicada a los torneos ecuestres.

Tras ellos esta pequeña localidad brasileña de rico patrimonio histórico irá regresando a la normalidad. Para entonces, los 8.000 kilómetros que separan Pirenópolis de Villena o Alcoy, habrán vuelto a recuperar toda su lejanía. Una distancia geográfica que, por unos días, el calor de la fiesta pareció evaporar.

fuente: diario levante

 

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